LOS DUENDES
LOS DUENDES
Otra de las leyendas que agradan al oído y a la curiosidad es aquella que hace referencia a los duendes. Todos los nuestros saben por qué vivieron o porque oyeron que en las riberas de las otrora caudalosas quebradas, ricos riachuelos y cristalinos arroyos que aún los hay por cantidades en nuestro territorio, se presentaban lindos pero muy a menudo peligrosos espectáculos; nuestras madres, tías y casi todas las mujeres lavaban ropa en la quebrada más cercana; allí vieron hombrecillos enterrados en un sombrero grande de color rojo o verde, criaturas de pelo amarillo como hilos de oro, ojos azules como los zafiros más perfectos pero con orejas que sus puntas sobresalían de las alas de sus grandes sombreretas, que parecían las del lobo feroz de la abuelita revestidos con fino lino seda o chifón según los que los han tenido cerca de sus ojos, “son criaturas hermosas” dijo doña Luzmila , una mujer seria, taciturna, introvertida que aseguró haberlos mirado jugando alegremente en la quebrada aledaña al pueblo a lo largo y ancho de una linda playa que según ella perteneció a su compadre Atanasio.
Eran más o menos las tres de la tarde de un día martes cuando ella pasaba de una vereda denominada la Loma Pelada al casco urbano por un camino que se comunicaba desde la aguada hasta la calle real o calle del convento por callejones y deshechos de barro y espinas.
Al cruzar la pradera donde se levantaban algunos arbustos y un bosque de eucaliptos, doña Luzmila se sintió un tanto cansada y fatigada por el calor canicular de tierra fría.
Se sentó a una orilla sobre el prado que con sus musgos y sus hierbas formaban un adecuado tapete para el descanso. Miraba el cañón de la quebrada cuando, de pronto, un escuadrón de pequeñas criaturas se alistaban para disputar una partida de chaza; los de sombrero verde y cara roja se ubicaron a un extremo y los de sombrero amarillo con cara verde al otro.
Comenzó el bullicio, hasta salieron unos que hacían barra tanto a un bando como al otro; hablaban, gritaban, pero doña Rosalbina no entendía en absoluto lo que decían.
Fue un maravilloso espectáculo, que en principio le pareció que ofrecieran en su honor a su presencia el juego que disputaban pero luego le fue preocupando porque el panorama estaba oscureciendo, comenzaba a caer llovizna y los jugadores se internaron en la profundidad de la quebrada, dentro de un perfecto cañón formado por las dos orillas; arriba de la corriente funcionaba un molino de piedra con el agua recogida desde la altura de una catarata conocida entre las gentes del pueblo como la chorrera del viejo Clímaco.
Doña Luzmila curiosamente se fue a mirar las bolas con las que los hombrecillos jugaban y se percató que eran boñiga de caballo, la misma que, de cuando en cuando se brindaban unos a otros al festejar el triunfo. Allí fue cuando ella exclamó: “son los duendes” uno de ellos dejó su sombrero el mismo que al tomarlo ella en sus manos verificó que se trataba de una callumba; un hongo grande que allí crecía entre la humedad de las rocas alimentado por las espumas del agua que se formaba al chocar con las rocas de la quebrada después de ser remordida por la piedra del molino.
Doña Rosalbina salió a contar la historia pero se encontró con la sorpresa que lo mismo habían mirado muchas personas y no solo allí sino en la quebrada del otro lado en los arroyos ,como en uno cercano al pueblo llamado El Chita, donde las gentes iban a acarrear agua para coser sus alimentos y no menos de diez lindas chiquillas salieron de allí enduendadas o poseídas de los encantos de aquellas criaturas; claro que unos eran buenos; otros malos y otros dañinos; con los buenos no había problema éste se presentaba con los malos que se llevaban a los muchachos y señoritas bonificas y a veces se metían en sus cuerpos para causar daño a las personas, las enloquecían, las embobaban, las convertían en entes humanos hasta que llegaba el cura al correspondiente exorcismo, muchas veces ni esto hizo efecto entonces se llamaba a la bruja, el yerbatero o el curandero quienes a fuerza de oraciones y aguas de no se qué les quitaba lo enduendados, otros así quedaban hasta morir por allí sin sentido.
Decían que el duende varón se enamoraba de las recién casadas y las perse-guía hasta pescarlas presentándose en la forma de su inocente marido; “las duendas” se enamoraban de los muchachos a quienes se llevaban presentán-dose como guapas sardinas; a los dos o tres días era encontrado el desafortunado en un lugar sólido inaccesible oscuro y abandonado, perdido el cono-cimiento agotado como si estuviese drogado con sobredosis de escopolamina. Solo daba razón después de hacerle un baño con romero, ruda, palma de la que bendecían el sábado Santo en la Misa del Gallo, todo era en infusión y había que tomarse anos bocados, de lo contrario el tipo enduendado era un enajenado.
Una tía lo miró al duende derramando el agua traída del Chita para tomar y rejuntada en una vasija que llamaban tinaja. Otra mujer lo miró sentado en la broqueladura del aljibe tirando terrones y estiércol del corral al agua, dicen que entre las cinco y las seis de la tarde los duendes se repartían en las casas más importantes del pueblo para hacer daños, para enamorar a las jovencitas o para espantar a los niños y a las amas de casa.
Existen algunos desmejorados de la mente como los miserables de espíritu que aún deambulan por las calles del pueblo afectados por los daños del duende que con la música de su propia orquesta atraen incautos como las sirenas del Mediterráneos a los marineros.
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