LAS MULAS DEL DIABLO
Las gentes eran ocurrentes y se inventaban cualquier cosa a fin de que los muchachos no salgan en las noches, era una forma inteligente pero peligrosa para reprimir a los hijos.
El caudal religioso de nuestros abuelos, el ánimo tradicionalista de ser descendientes de los peninsulares, el complejo de llevar sangre azul perjudicó el desarrollo de nuestro pueblo, lo estancó tanto que aún le cuesta trabajo un salto a pesar de que creemos que los curas son humanos, que Cristo tuvo sangre roja, que es la que lo hace sublime, omnipotente e inmortal, que las rodillas cuando están puestas ante los hombres se pelan y se enferman, que la misa es para algunos hipócritas que la han tomado como trampolín de la compasión, la piedad y la virtud, para que el terrateniente justifique su riqueza robando a los pobres sus parcelas o su trabajo ;para que el usurero viva de la desgracia de los otros, hicieron de la Iglesia un parapeto para tirar guijarros al Señor; El Mismo ha dicho “más fácil es que un camello pase por él ojo de una aguja, a que un rico se salve”; pero qué decepción cuando se encuentra el pueblo con un guía espiritual ambicioso del dinero y preocupado solo por explotar los despojos de Cristo ante la mirada fanática de los fariseos.
Don Carlos contaba que las mujeres que tenían romance con un sacerdote, salían en las noches en forma de muía a deambular por las calles, cuento que permaneció durante muchos años y los jóvenes hacían ensayos; se tejieron a raíz de ello muchas leyendas, como que para cogerlas tenía que ser con sogas de pelo de cerdo, de crines de caballo negro o de una cola de yegua blanca. Que muchas veces las madres encontraban a sus hijas dormidas pero sobre la almohada una cabeza de muía moviendo sus largas orejas, que salían del convento de los Capuchinos, jugueteaban en el bosque y ramageaban en la calle oscura de la gruta, que siempre tenían colores claros, de todos modos eran unos hermosos animales.
Unos las miraron en la plaza, otros en la calle, otros en la carretera pero jamás se dio muestra de su existencia. Ellas no producían miedo; juzgaban que a una señorita que se presumía estaba en romance con un sacerdote, debíase tapar su huella con un sombrero y aparecía allí una pisada de equino con herradura; los muchachos que esto sabían, ponían su sombrero sobre las pisadas de las señoras, señoritas y todo tipo de mujeres pasadas de los dieciocho años, para constatar si estaban o no en romance con el cura del pueblo o alguno de los capuchinos del convento. Les llamaron siempre las mulas del diablo aunque las pobres no tuvieran nada de diablo, aunque el comentario hubiese sido verdadero; ni el diablo tuvo nunca muías al servicio de los curas, ni las muías jamás cargaron al diablo. Las muías y los curas, ambos son criaturas del Señor. Orlando enlazó una en la plaza de mercado que se encontraba lamiendo sal a altas horas de la noche pero resultó ser una de las de la recua del viejo Facundo.