EL VELORIO
Rubén era un hombre muy rico, tenía a toda la vereda a su servicio, su mujer era una sirvienta más que ordeñaba veinte vacas a las cinco de .las mañana. Marcos su mayordomo le tenía el caballo a las seis de la madrugada listo para salir a revisar los bienes. Resfa era su cuñada, amante y ama de llaves, tenía dos hijos en el matrimonio y uno en cada una de las casa de la finca más otros en peonas de su permiso.
El cuatro de octubre, día de San Francisco, enfermó de gravedad, su mujer le proporcionaba faumentos de toda clase de plantas que los vecinos le reco-mendaban, su cuñada amanta, no abandonaba al enfermo por el miedo a los hijos del patriarca, a que le contara la plata debajo del colchón de tono cebada que hizo especialmente para esconder el cobre de la moneda hecha durante sesenta años de trabajo y de avara austeridad.
Para el primero de Noviembre enfermó de gravedad irreversible y su -hijo diagnosticó que no pasaba el día de los difuntos. Rosina, una de sus hijas salió de inmediato con su tía Josefa a buscar al cura para que le proporcione la última confesión, a la hora llegó el cura en uno de los caballos del viejo Rubén. Alguien dijo “por qué no vamos a ver si hay u médico en el pueblo”.
Resfa dijo que no era necesario, que con la confesión ya es suficiente ya que “el mayor también es hijo de la virgen”.
Esa misma tarde al recibir la bendición del cura, el viejo “estiró la pata”. Todo mundo se movía, unos lloraban, otros hacían cualquier tipo de ruido, comenzaron a llegar las rezanderas, camándula en mano, uno de sus hijos preguntó al cura ¿Qué le parece padrecito, se salvará?, “si hijo, era muy buen conservador, la última vez hizo campaña con Laureano Gómez”.
Seis perros aullaban en la puerta de trancas de la entrada principal, los gatos maullaban hambrientos en el techo de la casa número siete donde vivió sus últimos años el viejo, los gallinazos en las tapias desproporcionadas y des-moronadas de la cuadra, peones, sirvientes, aduladores, pretendientes de las hijas extramatrimoniales, corrían, subían y bajaban por una escalinata de cuartones asegurados en el patio de la casa. Ahercio, su nieto preferido ordenó asesinar de inmediato el marrano que estaba amarrado de una pata tras de la casa, las mujeres pelaban gallinas, cuyes, todo eso era una sola “chillería”. Los hijos de Ahercio fueron a esconder unos terneros en la finca de su tío Domingo.
Para la primera noche del velorio, Servio, su hijo, ordenó matar un toro flaco con el que araba la tierra donde sembraba calabazas, la casa echaba humo por todo lado, uno cocinaba el toro, otro el marrano, toda la comarca olió a menudo y a cerda de puerco, mientras llegaban amigos y gentes del pueblo al velorio del viejo Rubén; al otro día se ordenó caldo de gallina para la “mala noche”.
Las rezanderas invocaban por el perdón del viejo a todos los santos, al ves-tido de la virgen, al manto del Corazón de Jesús, a los Clavos de Cristo, al lobo de San Francisco, al cordón del Iscariote, a las cananas de Pilatos, es decir unas verdaderas cotorras repitiendo brutalidades.
Tuvieron cinco días el cadáver del viejo Rubén en velorio, ya hedía como el menudo de la comida, las pesuñas ahumadas del puerco de la primera noche de velorio. Todo el mundo comió y bebió a costillas el finado mientras los hijos “naturales” ya estaban en busca del Doctor Ulpiano para lo de la herencia.
El día seis de Noviembre fue el entierro, programadas las honras fúnebres en la iglesia del pueblo donde arreglaban, con Ciprés y flores naturales el altar principal. Al salir de la casa el cadáver en hombro de sus hijos y amigos que se turnaban por tener la oportunidad de cargar al finado así sea un momenti- to, las campanas de la iglesia comenzaron un repique de redoble triste, parecía el letargo del viejo en su garganta moribunda.
Desfilaron hasta el cementerio todos rezando, atrás del desfile los curiosos y los murmuradores que observaban quien iba mejor vestido, quien lloraba, qué decían “las mozas” del difunto o los maridos de ellas. El cura llegó hasta el cementerio, Aquilino, uno de los herederos le pagó una fajilla y salió atrás de una de las acompañantes que lucía una envidiable minifalda.
Al echar al viejo al hoyo, intempestivamente irrumpió un trío que comenzó interpretando el “zorzal” y terminó con el “collar de lágrimas”, Aquilino dijo:” esta serenata para mi padre” y salieron todos a la casa paterna donde embutieron aguardiente hasta que todos pelearan con todos, la esposa con los hijos “naturales”, las “mozas” entre ellas, los sirvientes con los hijos del viejo, en general todos querían una “correita” del difunto que al decir de todos “qué bueno que era el finado”.
Si no entendiste algunas palabras de estos cuentos puedes consultarlas en este pequeño vocabulario..