EL DESCABEZADO
Don Elias, era un ciudadano que llegó hasta este pueblo como curandero, yerbatero; trataba toda clase de enfermedades con ungüentos, yerbas, sobados, cebos, etc. el precio por la curación, la consulta o el tratamiento siempre era un mínimo en dinero y el resto en especie; tenía tantos quesos y cuajadas, que debía en muchas ocasiones alimentar a los cerdos y engordarlos con el engirpe que acudían los enfermos; cuyes, conejos, papas, habas, choclos, maíz, quinua, ollocos, ocas es decir tenía más víveres que un mercado. Este hombre además era guaquero, adivinaba donde estaba escondido un tesoro, pero jamás sacó otra cosa que no sean entierros de los indios.
Se ufanaba de ser Arqueólogo y a la gente que lo conocía poco, le decía que estudió Arqueología en Méjico y medicina en Buenos Aires. Simpático como pocos, bailaba tango y a veces se picaba hasta de culebrero, enseñaba francés inventado por él y se sabía alguna que otra palabra en latín porque fue exalumno de los capuchinos en Quito; leía libros de San Cipriano (magia blanca) y leía también la suerte en la ceniza del cigarrillo, jugaba al póquer como los pistoleros del Oeste y estudiaba el porvenir en las líneas de la mano; su vida toda fue un rodar de cintas ideales fundamentadas en la quiromancia y la magia. Peregrino por los pueblos fue inquilino gratuito de los mejores hogares donde hacía las curaciones.
En una misma noche que caminaba por las calles del pueblo se encontró con varios espantos, estos le hicieron recordar la señal de la cruz olvidada desde su pubertad. Salía de jugar una partida de fierro entre las once y media y las doce de la noche de un día Viernes de aquellos oscuros y fríos cubiertos por el zumbido erizante del viento de Agosto; encendió un piel roja y se dirigió a su posada; cuando caminaba unos veinte pasos algo le golpeó violentamente su cigarrillo que expidió chispas como vela romana, y cayó de su boca, solo miró una sombra a su lado y pensó que era un amigo , pero cuando se percató del asunto; ¡diablos! no tenía cabeza, el cuerpo llegaba hasta los hombros y estaba completamente desnudo; algo habló desde abajo diciendo ¡hola! era la cabeza que la criatura sostenía a la altura de su cadera; era la figura de una cabeza de iguana tomada de su cresta, le balbuceó en la oreja diciéndole - dame una misa- y se retiró apresurado; al pasar una puerta de troncos en una cuadra abandonada del centro del pueblo, se entró dando un escalofriante bramido; jamás Elias le hizo decir la misa; una noche cruzaba la sólida plaza del pueblo cuando en la soledad del espacio solo hablaban los gigantescos muros del sórdido templo, volaban las lechuzas en busca de insectos y ratones, se espantaba la basura con el viento de media noche y los gatos maullaban como en un infierno.
Dos grandes perros tiraban con una cadena que olía a óxido y rechinaban opacas como las de una cárcel abandonada a un hombre que suplicaba lo favorezcan; Elias se quedó quieto y mudo, su sombrero parecía estar en el aire y se lo tocaba con la debilidad del miedo, las puntas de su ruana otavaleña se levantaban como un paraguas semiabierto y sus pantalones de bota campana al estilo de los ingleses de mitad de siglo bamboleaban pesados como el telón de un teatro adolorido porque el arrastrado daba lamentos que hacían eco por debajo de la tierra; los perros echaban espuma de candela por su boca como si fuesen hornos de alta siderúrgica, sus ojos eran llamas del color del arco iris, no se sabía qué color predominaba y las cadenas iban arando el suelo por donde pasaba don Páez estupefacto, escéptico pero lleno de miedo miró que al fin se perdió de su vista cuando cayó la comparsa luciferina en un hueco de la sólida plaza.