LA PAJA BLANCA
Don Primitivo, era un hombre débil, pálido, con su faz arrugada, usaba sombrero redondo, ruana con reata y pantalón de bayeta o hecho en telar manual; nunca dejó de usar calzoncillos de conservador que los apretaba al talón de sus alpargatas con una tira de ileso; católico, apostólico y romano que rehusó asistir a la guerra de los Mil Días por el temor de matar; sin embargo era un juarro de primera y se divertía con todo lo que le pasó en la Paja Blanca, él era oriundo de su pie de monte.
Estando preparándose para la entrada de la Semana Santa, ya tenía arrinconada la leña que debía utilizar su mujer en esa semana; tenía llenas de agua cristalina de la Paja Blanca dos grandes tinajas en las que cabían por lo menos quince pondos; debiáse entrar en una solemnidad completa de silencio, rajar leña era violencia en la Semana del Señor, y trabajar era pecado, todo debía reducirse al recogimiento, la oración, el ayuno. Estando a la hora del rosario descansando don Primitivo y en la meditación de haber rezado todo el día; se sentó a la orilla del camino a esperar a unos amigos que hacían oración con él al Señor de las Siete Caídas.
Escuchó súbitamente que en la montaña cantó un gallo y fue como un viento suave que se apoderó de su cuerpo, envolviéndolo en una tibia manta del color del sudario de Jesús.
El hechizo era un perfume, era una brisa que lo puso frente a un hermoso templo grande como la catedral de San Juan Bautista del pueblo; entraba apresuradamente la gente con sus rostros escondidos entre telas negras de seda o lino que solo tenían en aquel tiempo los habitantes de tierra santa; los niños jugaban con canastos y unos payasos más afuera del atrio de la catedral. Don Primitivo no sabía dónde se encontraba, al fin describió el lugar como la Paja Blanca, pero cómo estaba allí?, el sol de los venados lánguido, casi mortecino, sobre el paisaje gris del frailejón; a lo lejos, abajo se divisaban varios pueblos que encendían exiguas sus luces de mercurio y otros como tizones colgados en los postes de las calles; de pronto se animó don Primitivo a acercarse a esa llamativa Catedral, iba como quien quiere y no, paso a paso, no conocía a nadie, a medida que se acercaba, las sombras nocturnas caían apresuradas y brillaban más dentro de la Catedral.
Las luces fatuas de la ilusión; el viejo en ese entonces un joven en la primera mitad de su vida, se arriesga y entra al templo de cabeza es decir éste la introdujo primero y luego el pequeño y delgado cuerpo; en una columna a la derecha entrando, estaba una gran pila donde todos los que entraban se echaban la bendición con una solución que parecía de romero, en el fondo de la tina se miraba una base de oro macizo que reflejaba las paredes de la misma, su perfume era exquisito olía como a incienso pero pasado por la mejor agua francesa o por el más fino perfume usado por las cortesanas de Roma; se paró y miró hacia el otro lado sobre un sillón como de chifón rojo brillante con plumas en sus apoya-brazos, una linda alfombra en el piso, de color blanco, parecía un inmenso oso polar abierto las patas y cruzado de largo al pie del extremo posterior de la Iglesia, sobre el sillón un sacristán recibía limosna de los fieles en una bandeja de plata incrustada de diamantes en sus bordes, en el centro una preciosa gema azul tan radiante que sus rayos encandilaban; el sacristán que vestía un roquete blanco le dijo “-adelante, adelante, si pasas no habrá generación pobre dentro de la tuya”-, se detuvo asustado y miró hacia el frente, venía una serpiente larga y gruesa como el eucaliptos más alto del bosque, ella se tragaba de un solo bocado a la persona que según una aguja señalaba en cada fila de la iglesia, el cura oficiaba; él se quedó atónito ,pensó que ese era el fin pero el áspid gigante se enroscó en medio de las dos aglomeraciones ordenadas de sillas y gentes; luego sonaron las campanas del templo a todo vuelo, era la elevación; el cura sacó del Sagrario una Custodia tan pesada que un ayudante la tomó de un lado para sentarla sobre el ara; levantó un cáliz que brillaba como el rayo de la tempestad montuna con relámpagos azules como los del acero más fino de fabricar puñales; tenía incrustado en toda su estructura esmeraldas que al relampaguear, el interior de la Catedral daba la tonalidad de una pradera en la mañana primaveral, el cielo raso tupido de mirlas y canarios que ayudaban al can tico de un fraile en el coro entonaba música sobre un armonio recubierto con mármol de car rara; parecía la mejor bóveda griega o el altar de la capilla de Afrodita, reflejaba en las paredes sus presas domésticas; venados, osos, erizos, conejos y toda clase de aves, éstas con plumas doradas pero todos tenía esmeraldas, diamantes o perlas como ojos de pescado en su plumaje.
Una cruz del tamaño de la Iglesia se asomó al frente, era rolliza, parecía de encino porque olía agradable, cayó un clavo de su apéndice izquierdo y retumbó como el bramido del trueno al hacer contacto con el piso; luego el otro del lado derecho, pero éste no hizo ruido y finalmente el del pie que cayó sobre la silla donde estaba el sacristán y lo clavó desde su cabeza hasta el ano dejándolo tan inmóvil como la columna sobre la cual se levantaba el primer arco del templo; instantáneamente brotó de aquella herida una espuma purpurina que olía a mortecina y en forma de humo se fue hacia el Sagrario donde al chocar contra su pequeña puerta se formó una tronera por donde se alcanzaban a mirar las estrellas y la luna; el gallo volvió a cantar y la serpiente dijo: -¡salta, salta!- mientras se iba desvaneciendo hasta que quedó en un montón de ceniza; mientras tanto Primitivo ya estaba en medio del bosque frío y oscuro de la noche.
Al otro día le ha tocado caminar por dentro del monte hacia su casa gastando medio Viernes Santo para lograrlo. La gente argüía que la Paja Blanca es una ciudad encantada por las brujas de un pueblo vecino que murieron en un terremoto dejando volteado el cerro.