LOS TRES DESEOS / CUENTO
LOS TRES DESEOS
Había una vez un hombre, que no era muy rico, que se casó
con una bella mujer. Una noche de invierno, sentados junto al fuego, comentaban
la felicidad de sus vecinos que eran más ricos que ellos.
-¡Oh! -decía la mujer- si pudiera disponer de todo lo que yo
quisiera, sería muy pronto mucho más feliz que todas estas personas.
-Y yo -dijo el marido-. Me gustaría vivir en el tiempo de
las hadas y que hubiera una lo suficientemente buena como para concederme todo
lo que yo quisiera.
En ese preciso instante, vieron en su cocina a una dama muy
hermosa, que les dijo:
-Soy un hada; prometo concederles las tres primeras cosas
que deseen; pero tengan cuidado: después de haber deseado tres cosas, no les
concederé nada más.
Cuando el hada desapareció, aquel hombre y aquella mujer se
hallaron muy confusos:
-Para mí, que soy el ama de casa -dijo la mujer- sé muy bien
cuál sería mi deseo: no lo deseo aún formalmente, pero creo que no hay nada
mejor que ser bella, rica y fina.
-Pero, -contestó el marido- aún teniendo todas esas cosas,
uno puede estar enfermo, triste o incluso puede morir joven: sería más prudente
desear salud, alegría y una larga vida.
-¿De qué serviría una larga vida, si se es pobre? -dijo la
mujer-. Eso sólo serviría para ser desgraciado durante más tiempo. En realidad,
el hada habría debido prometer concedernos una docena de deseos, pues hay por
lo menos una docena de cosas que yo necesitaría.
-Eso es cierto -dijo el marido- pero demonios tiempo,
pensemos de aquí a mañana por la mañana, las tres cosas que nos son más
necesarias, y luego las pediremos.
-Puedo pensar en ello toda la noche -dijo la mujer- mientras
tanto, calentémonos pues hace frío.
Mientras hablaba, la mujer cogió unas tenazas y atizó el
fuego; y cuando vio que había bastantes carbones encendidos, dijo sin
reflexionar:
-He aquí un buen fuego, me gustaría tener un alma de
morcilla para cenar, podríamos asarla fácilmente.
Tan pronto como terminó de pronunciar esas palabras, cayó
por la chimenea un alma de morcilla.
-¡Maldita sea la tragona con su morcilla! -dijo el marido-;
no es un hermoso deseo, y sólo nos quedan dos que formular; por lo que a mí
respecta, me gustaría que llevaras la morcilla en la punta de la nariz.
Y, al instante, el hombre se percató de que era más tonto
aún que su mujer, pues, por ese segundo deseo, la morcilla saltó a la punta de
la nariz de aquella pobre mujer que no podía arrancársela.
-¡Qué desgraciada soy! -exclamó- ¡eres un malvado por haber
deseado que la morcilla se situara en la punta de mi nariz!
-Te juro, esposa querida, que no he pensado en que pudiera
ocurrir -dijo el marido-. ¿Qué podemos hacer? Voy a desear grandes riquezas y
te haré un estuche de oro para tapar la morcilla.
-¡Cuídate mucho de hacerlo! -prosiguió la mujer- pues me
suicidaría si tuviera que vivir con esta morcilla en mi nariz, te lo aseguro.
Sólo nos queda un deseo, cédemelo o me arrojaré por la ventana.
Mientras pronunciaba estas frases corrió a abrir la ventana
y su marido, que la amaba, gritó:
-Detente mi querida esposa, te doy permiso para que pidas lo
que quieras.
-Muy bien, -dijo la mujer- deseo que esta morcilla caiga al
suelo.
Y al instante, la morcilla cayó. La mujer, que era inteligente,
dijo a su marido:
-El hada se ha burlado de nosotros, y ha tenido razón. Tal
vez hubiéramos sido más desgraciados siendo más ricos de lo que somos en este
momento. Créeme, amigo mío, no deseemos nada y tomemos las cosas como Dios
tenga a bien mandárnoslas; mientras tanto, comámonos la morcilla, puesto que es
lo único que nos queda de los tres deseos.
El marido pensó que su mujer tenía razón, y cenaron
alegremente, sin volver a preocuparse por las cosas que habrían podido desear.