El origen del Imperio Inca
Pachacutej, dios de todas las cosas y Hacedor Supremo, dispuso en cierta ocasión que el Sol y la Luna, siempre tan distantes el uno del otro, tuvieran contacto, siquiera por unos momentos, y se conocieran para entablar amistad. Y tal como lo dispuso sucedió. El Sol y la Luna se acercaron, y los hombres, entonces ajenos a los designios del Supremo Hacedor, comprobaron únicamente que una enorme mancha oscura aparecía sobre la superficie del astro rey. Esta sombra, que aterrorizó durante algún tiempo a todos los humanos, persistió mientras la Luna y el Sol estuvieron juntos para conocerse y amarse. Antes de separarse, nacieron de sus amores dos hijos: un varón, fuerte y dorado de piel, y una delicada y pálida doncella de misteriosa belleza. Ambos predestinados a cumplir en el mundo una difícil misión, se establecieron en el Lago Sagrado, de donde recibieron del Sol las órdenes de dominar el mundo y convertir a los hombres en siervos del rey de los astros.
El hijo del Sol subió a lo alto de la colina Huanacauti, y desde la misma cima habló a todos los hombres que le escuchaban en las laderas. Les hizo saber que él era hijo del gran astro que daba la vida al mundo y que venía enviado por su padre para enseñarles a trabajar y a formar una sociedad en la que llegarían a gozar de una vida mil veces mejor.
Mientras esto hablaba a los hombres el hijo del Sol, su hermana se dirigía a las mujeres en el mismo sentido, dándose a conocer como enviada e hija de la Luna. Las reunió en el llano y les prometió enseñarles a vivir una existencia mejor por medio del amor, la bondad y la prudencia.
Desde aquel día, los hombres y las mujeres empezaron a cambiar de vida y agradecieron el favor que los hijos del Sol les habían hecho redimiéndolos. A él le llamaron "Inca", es decir, emperador, principe, suprema jerarquía. Y a ella, Mamauchic, o, lo que es igual, "madre nuestra". Pero conforme pasaban los días y crecía el agradecimiento de los hombres hacia el enviado del Sol, se sentían más inclinados a adorarle y a demostrarle el amor que le profesaban con un sin fin de adjetivos que fueron, poco a poco, añadiendo a su nombre. Le llamaron Manco-Capaj, que quiere decir "rico en justicia y en bondad", y también Zapallan-Inca, que significa "señor de los señores".
Desde el río Pancarpata al Apurimac, los hombres iban construyen- do el Imperio Inca bajo las indicaciones de Manco-Capaj. Las caba fas de barro y paja poblaron, poco a poco, todo el Tahuantin, que desde entonces empezó a llamarse Hanany Hurin Cuzco. Los campos eran trabajados de tal forma, que todos podían comer hasta saciarse. Eran los hombres los encargados de la labranza y los que proporcionaban, por lo tanto, la comida, mientras que las mujeres, que habían aprendido a hilar, tejían los vestidos.
En poco tiempo, la vida de los incas quedó perfectamente
organizada, convirtiéndose socialmente en un pueblo admirable: tenían sus hogares seguros, comían en abundancia y se
abrigaban del frío en invierno, sin necesidad de luchar con las fieras.
El Sol, entonces, comprendió que su hijo había cumplido ya su misión en el mundo, y quiso arrebatarlo de allí. Manco-Capaj, como un ser humano cualquiera, cayó enfermo y entró en agonía rápidamente. Previendo su muerte, todos los habitantes del Cuzco, entristecidos, fueron desfilando ante su lecho para despedirse de él. Los sacerdotes y los soldados no podían contener el llanto. Y Manco-Capaj, viendo la tristeza de todos, trataba de consolarles y hasta su último momento estuvo aconsejando que se mantuvieran, como hasta aquel momento, fieles cumplidores de sus deberes; que, para mantener la paz y la armonía entre todos, se comportaran bien entre sí y trabajasen.
Que no robaran nunca y que no mintieran, por- que cualquier cosa mala que hicieran tendría para ellos consecuencias fatídicas.
Así murió Manco-Capaj, a quien su padre, el Sol, reclamaba para sí. Pero aseguran los habitantes del Cuzco que nunca desde entonces se olvidaron de él y que cumplieron fielmente sus consejos.
Leyenda boliviana