LOS ENTUNDADOS



LOS ENTUNDADOS

Las gentes del pueblo siempre tuvieron sus entretenimientos nocturnos, juegos, estancos, cantinas, talleres como sastrerías, carpinterías y zapaterías donde acudían los amigos a jugar, conversar o chismear algo. Jobino y Amandén eran clientes asiduos del “INFIERNILLO”, una sastrería ubicada en la calle principal donde lo que no se sabía de las personas sobre todo señoritas o señoras que pasaban, se lo inventaban hasta quedar entre las espinas de la calumnia y la mala intención nacida de la mezquindad de lenguas viperinas que le sacaban chiste y goce a sus inventos injuriosos.

Todos los días Jobino y Amandén devotamente a las siete de la noche ya estaban gritando “mano” de caída, de treinta y uno, de mame, pinta, a la partida de damas o dados que se jugaba sobre las mesas de la sastrería; “Miranchur” era el comprador del trago, esporádicamente ocupaban al “Nanachin”. La noche era silenciosa oscura lánguida; las calles llenas de acequias que formaban los torrentes de los aguaceros de Noviembre; escombros de animales muertos en las orillas de lotes sin amo ni beneficio; perros, gatos, roedores por donde uno pasaba el pueblo no tenía más que una que otra construcción frente a la plaza principal y una que otra entre calle y calle, aunque gozaba de un personal sumamente atractivo, alegre, jocoso pero muchas veces hipócrita, tránsfuga, la inmensa mayoría eran católicos, apostólicos, romanos y conservadores de las filas mañanas encabezadas por el Beato EZEQUIEL MORENO Y DIAZ.

No se escuchaban más ruidos que aquellos producidos por los posaderos del INFIERNILLO dentro de un cuartucho descodalado, sin tumbado, sin pintura, con sus tapias forradas con periódico, con recortes de almanaques o revistas de pornografía conseguidas por Chimbalo, mandadero y oficial del propietario y tahúr del INFIERNILLO.

Jobino y Amandén que por excepción faltaban alguna noche, se encontraron un Viernes a la hora llamada la oración más o menos las seis de la tarde; entraron al INFIERNILLO y siguieron el juego; “El divino Antonio, El Chivo, El Barbazul , El Cueche y El Potro”, con qué gana miraban el trago de las apuestas. La noche seguía su rumbo y los jugadores envueltos en ella; al fin Amandén dijo: “bueno ya está tarde vámonos”, salió con Jobino y dieron unos pasos hacia el lado de la Plaza a unos veinte metros. De pronto, ni el uno ni el otro sabían dónde estaban. La plaza era una laguna resplandeciente que levantaba olas de plata, en derredor de ella unos hermosos edificios parecidos a los castillos del Siglo XV, la luna reinaba en el fondo del lago como recostada sobre una inmensa piedra que tenía la forma y figura de la Iglesia Matriz del Pueblo; no había camino para salir, miraban al oriente, allí un muro que llegaba hasta las nubes al occidente un abismo como de aquellos que se forman en el cañón del Guáitara, al norte la laguna y al sur una amplia avenida iluminada con sodio y mercurio adornado con estatuas de los héroes de la Independencia y árboles nativos de la Paja Blanca.

De pronto una numerosa caballería apareció por la avenida y se introdujo en la laguna, a través del agua se miraba la caravana de corceles finísimos bai-lando al son de la Guaneña, sus jinetes llevaban penacho al estilo Inglés con botainas y espuelas que brillaban a la luz espléndida de la luna que refulgían luces azules de sus ojos de diosa; poco a poco se fue secando la laguna hasta quedar un piso roñoso, áspero lleno de lodo y cascajo, el muro desapareció para dar visibilidad a una arboleda de eucaliptos; el abismo del otro lado era un camino viejo, quebrado, angosto casi intransitable cuyo extremo conectaba a una torrencial quebrada crecida con el agua de la tempestad que caía en ese mismo momento.

José y Eduardo despertaron a la realidad cuando por la laguna seca comen-zaron a transitar los carboneros de Imbuía con el lodo hasta sus rodillas y al pecho de sus cabalgaduras ofreciendo el producto de la montaña. Cuando una muía cayó con su carga y el arriero gritó:¡adentro muía de los diablos!, apenas se alcanzaron a mirar y se dieron cuenta que estaban empapados de agua por la tormenta que azotaba y de pie al filo de una enorme piedra que distaba unos cinco metros del lecho de la quebrada. Caían rayos cercanos y truenos que parecían bombas en sus pies.

¿Cómo llegaron allí? no se sabe; ¿a qué hora recorrieron más de tres kilómetros por un sendero inaccesible?, tampoco hay explicación. Jobino y Amandén poco a poco fueron saliendo de su encanto y de su prisión hasta cuando eran las ocho de la mañana del otro día alcanzando las puertas de sus casas y haciendo inverosímiles esfuerzos para lograr la realidad.

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